Porque escribir es viento fugitivo y publicar, columna arrinconada. Blas de Otero

domingo, 14 de agosto de 2011

Gente corriente

Cuenta Johnny Rogan en su imprescindible biografía sobre The Smiths como en la Irlanda de los años cincuenta la pobreza seguía siendo una amenaza perenne para buena parte de la población. Eran los años del estado del bienestar y de la recuperación económica en Europa Occidental. Sin embargo, Irlanda vivía aún anclada en el pasado. El partido socialdemócrata “Clann na Poblachta” propuso a principios de la década un programa social basado en el modelo británico. Pero entre el eterno partido gobernante, el “Fianna Fail”, y la todopoderosa iglesia católica, echaron por tierra cualquier ilusión de progreso social y de modernización del país que alterara la vieja utopía del líder nacionalista De Valera de una Irlanda rural y gaélica. Ello propició que entre 1951 y 1956 más de 200.000 irlandeses tuvieran que hacer las maletas y emigrar hacia las prósperas ciudades inglesas, fundamentalmente a ciudades como Londres, Manchester, Liverpool y Birmingham.

Un buen grueso de la emigración irlandesa recaló en Manchester. La emigración es el desarraigo y la ruptura con las raíces. La emigración es dolor. El mismo pesar que sintieron aquellos irlandeses que llegaron a Manchester en la década de los cincuenta y que fueron recibidos con la misma frialdad con la que se recibe a un extraño del que desconfías. Frialdad que en ocasiones se tornaba en un cruel rechazo. Ese desprecio quedaría ilustrado en algunos anuncios de alojamiento y trabajo de la época en los que se podían leer avisos como “Abstenerse irlandeses” o “No se admiten irlandeses, personas de color o perros”.

Los miembros de The Smiths tienen en común el hecho de ser hijos de emigrantes irlandeses y de haberse criado en los barrios obreros de Manchester. Todos ellos nacieron entre finales de los cincuenta y la primera mitad de los sesenta. Es decir, alcanzaron la adolescencia en la década de los setenta. El Manchester de los años setenta era una ciudad dura en la que no era sencillo sobrevivir. Fue una de las ciudades inglesas más castigadas por la recesión económica y los conflictos laborales se dejaron sentir, especialmente tras la llegada al poder en 1979 de la conservadora Margaret Thatcher. El cierre de fábricas y minas en el norte de Inglaterra así como la falta de expectativas para los hijos de la clase trabajadora definían el paisaje urbano de aquellos años. Sin futuro y sin empleo, no fue difícil que algunos jóvenes ingleses recurrieran a la delincuencia.

Se dice que Johnny Marr, futuro guitarrista de The Smiths, se relacionó durante algún tiempo con una banda de ladrones de joyas. Poco antes había dejado el instituto para disgusto de su padre. Y es que en el distrito obrero de Ardwick las oportunidades escaseaban y el sueño que habían albergado los irlandeses que llegaron en los cincuenta se iba desvaneciendo. Morrissey tuvo algo más de fortuna. Se había pasado toda la infancia y adolescencia encerrado en su cuarto leyendo a los grandes clásicos de la literatura inglesa. Gracias a una sólida formación literaria y a sus conocimientos del panorama musical pudo colaborar en algunas revistas e incluso publicó en 1981 una apasionada biografía de los New York Dolls. Se llegó a independizar en 1978. Pero tras una mala experiencia en un mísero piso del suburbio de Whalley Range no le quedó más remedio que volver al hogar materno.

The Smiths debe el nombre del grupo a la gente corriente, a los millones de Smiths que viven en Gran Bretaña. Era un nombre vulgar, alejado de las pompas y del glamour de las rutilantes estrellas del rock. Ellos eran de la clase obrera. “Hoy decreto que la vida es simplemente tomar y no dar. Inglaterra es mía y tiene la obligación de mantenerme” escribió Morrissey en una de las primeras canciones de The Smiths. La falta de horizontes siempre ha estado muy presente en las canciones de The Smiths. Sin ser un grupo politizado en la medida que lo eran The Clash o el incombustible Billy Bragg, supieron transmitir las frustraciones de toda una generación. Ellos mismos habían pasado por aquello. “Quédate con los de tu clase que yo me quedaré con los de la mía” proclamaban orgullosos en “Miserable Lie”.

En 2010 el primer ministro británico David Cameron declaró públicamente que era un fan confeso de The Smiths. A los pocos días del anuncio tanto Morrissey como Johnny Marr prohibieron literalmente a David Cameron la categoría de fan del grupo. Ellos que habían crecido bajo el azote del desempleo en Manchester y ellos que habían apoyado las huelgas de los mineros británicos durante los años más duros del Thatcherismo, no estaban dispuestos a que un político conservador frivolizara con algo tan serio como The Smiths. Curiosamente, el asunto llegó a la mismísima Cámara de los Comunes y una diputada del Partido Laborista interpeló al primer ministro sobre su condición de fan del grupo de referencia entre los estudiantes cuando por otro lado se disponía a aprobar el aumento de las matrículas universitarias.

En los últimos días Inglaterra ha asistido a una oleada de protestas y disturbios en las calles. Los medios de comunicación y el propio David Cameron se han encargado de encasillar el fenómeno como meros actos vandálicos cometidos por rufianes e inadaptados a los que sólo cabe castigar y reprimir. Ni la prensa ni las instituciones públicas de Gran Bretaña y ni mucho menos David Cameron han relacionado la profunda desigualdad social que vive el país con las algaradas callejeras. Alguien le podría haber soplado al oído que hasta su idolatrado Johnny Marr tuvo que delinquir de joven para poder ganarse la vida. Asimismo, algún asesor podría haberle recordado la exclusión social y la represión que sufren amplios colectivos de inmigrantes asiáticos y de raza negra. Poco habrá cambiado Gran Bretaña desde que los irlandeses eran comparados con los perros. Ahora son otros los humillados y los marginados. Pero las injusticias no sólo no han desaparecido sino que se han agravado.

Pedro Luna Antúnez.

jueves, 11 de agosto de 2011

Los miserables

Adjunto artículo publicado en Rebelión.

En el mes de agosto parece que la vida se detuviera de golpe. Aquellos que nos gobiernan se van de vacaciones y políticamente hablando agosto se convierte en un mes inhábil. Podríamos decir que los centros de poder cierran por vacaciones. Por ello, los diarios pueblan sus ediciones de suplementos estivales y la atención mediática se centra en el bikini de la duquesa de Alba o en los modelos que luce Lady Gaga. Los que vivimos en grandes ciudades vemos como las calles y avenidas se vacían y como los afortunados veraneantes salen con presteza hacia su lugar de descanso dejando atrás el estrés y la rutina diaria. Sin embargo, no todo el mundo puede irse de vacaciones. En realidad, las grandes ciudades ya no se vacían como antaño. La precariedad laboral, el desempleo y la exclusión social han propiciado en los últimos años que tomarse un mes de vacaciones pagadas se haya convertido en una utopía para buena parte de la clase trabajadora y en un privilegio para quienes las disfrutan.

La crisis no se va de vacaciones. Mejor dicho, la ofensiva antisocial de los gobiernos y la destrucción del Estado del Bienestar siguen su curso. Bien lo sabemos en Cataluña. Por ejemplo, sólo en agosto la Generalitat ha decretado el cierre de 85 ambulatorios y centros de atención primaria (CAP). El mensaje parece estar claro: prohibido enfermar en vacaciones. Incluso Boi Ruiz, consejero de Salud de la Generalitat, declaró hace unos días que el Estado debería de estudiar un sistema de copago para la sanidad pública. Recordemos que Boi Ruiz era el presidente de la patronal catalana de hospitales cuando Artur Mas le propuso su entrada en el gobierno de la Generalitat. Por lo tanto, es evidente que el objetivo de CiU no es otro que el de privatizar de manera paulatina la sanidad pública catalana. Lejos de relajar su guerra contra los más desprotegidos parece que CiU haya escogido agosto para intensificar su campaña. No en vano, es una estrategia política conocida. En 2010 el gobierno del PSOE también aprovechó la proximidad del verano para aprobar una nueva reforma laboral. La razón es muy sencilla. Llega el verano y nos vamos de vacaciones. Y en septiembre borrón y cuenta nueva.

No es de extrañar que CiU haya esperado al mes de agosto para modificar la manera de pago de la Renta Mínima de Inserción (RMI). Con la excusa de evitar posibles fraudes, la Generalitat decidió que en agosto la prestación, de algo más de 400 euros, se pagaría mediante un cheque en lugar de la habitual transferencia bancaria. Desde la Consejería de Empresa y Ocupación de la Generalitat se aseguró a los afectados que se enviarían los cheques por correo certificado a principios de agosto. Pues bien, estamos a mediados de agosto y cerca de la mitad de catalanes con derecho a la ayuda aún no han recibido el cheque correspondiente. Ello ha ocasionado que miles de catalanes se hayan personado en la Consejería de Bienestar y Familia de la Generalitat en busca de soluciones. La respuesta de la Generalitat fue poner a disposición de los afectados un número de atención telefónica que se colapsó el primer día. El resultado es el de miles de familias al borde de la exclusión al no haber podido hacer frente a diversos pagos mensuales.

La situación en torno a la Renta Mínima de Inserción y la pasividad institucional exhibida por la Generalitat pone de relieve no sólo la escasa sensibilidad social del gobierno de CiU sino su miseria humana. Porque de miserables hay que calificar a quienes juegan con el sufrimiento de los más necesitados. Y si resulta que esos mismos miserables aluden al fraude como coartada para modificar las condiciones de pago de la Renta Mínima de Inserción, estarán evidenciando miseria e hipocresía a partes iguales. Si el gobierno de CiU quiere atajar de verdad el fraude sólo tiene que virar su atención hacia las grandes fortunas, hacia aquellos que están defraudando al fisco más de 245.000 millones de euros cada año. Pero no lo harán porque si de algo hace gala el gobierno de CiU es de conciencia de clase. De su clase, claro.

Pedro Luna Antúnez.