Porque escribir es viento fugitivo y publicar, columna arrinconada. Blas de Otero

martes, 12 de febrero de 2013

Omnia sunt communia!

Omnia sunt communia! fue la proclama de los campesinos alemanes durante las guerras campesinas en el Sacro Imperio Germánico entre los años 1524 y 1525. Lideradas por el predicador anabaptista Thomas Müntzer, las revueltas se generalizaron a raíz del cercado de las tierras, mediante el cual se privatizaba aquello que había sido de propiedad pública. “¡Todo es común!”, aclamaban los campesinos frente al despotismo de los príncipes protestantes. Finalmente, los sublevados fueron aniquilados del campo de batalla y comunidades enteras fueron arrasadas. Los que lograron sobrevivir fueron desposeídos de sus propiedades y proscritos de por vida. Sobre ellos cayó la cruel losa de la derrota.

Lo que posiblemente ignoraban los campesinos alemanes es que su grito de guerra procedía de una conocida sentencia de Santo Tomás de Aquino: In extrema necessitate omnia sunt communia. Es decir, “en casos de extrema necesidad todo es común”. Cabe decir que Tomás de Aquino fue durante toda su vida un defensor de la propiedad privada. En su tratado teológico, Summa Teologica, el filósofo cristiano dedicó una serie de capítulos a la economía en los que legitimó la propiedad de bienes así como la actividad comercial y mercantil. Ahora bien, Tomás de Aquino creía que la propiedad privada debía palidecer en casos de extrema dificultad y pasar a ser común.

Han pasado casi 800 años desde que Tomás de Aquino escribiera sobre la propiedad. Cerca de 500 años en el caso de las guerras campesinas. Sin embargo, los anhelos de los campesinos alemanes del siglo XVI no difieren demasiado a los que pueda albergar un español del siglo XXI. Hoy los ejércitos imperiales no emplean cañones ni arcabuces. Se hacen valer de armas más sofisticadas pero igual de mortales. De las finanzas, por ejemplo. Como hace 500 años, los nuevos príncipes están dispuestos a cercar el campo en defensa del interés de una minoría. Privatizar lo público es una de las consignas. La otra es volver a proscribir a quien ose rebelarse.

Vivimos una guerra social. Se trata de un conflicto desigual puesto que por ahora los muertos sólo los pone una parte. Algunos siguen sin enterarse de la magnitud de las batallas. Otros intentan luchar cada día en la calle y en las plazas. Los próximos dos sábados, 16 y 23 de febrero, han de ser una buena prueba de ello. El primero valdrá para dar a conocer un genocidio, el bancario; y para constatar la inmensa fuerza de un movimiento que está haciendo historia: la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). En el segundo las calles se convertirán en mareas ciudadanas en defensa de los servicios públicos. En defensa de lo común. Y en defensa de la democracia como bien apunta Agustín Moreno en un reciente artículo de obligada lectura. Deja Agustín unas líneas para la reflexión entre los que ejercemos el sindicalismo en CCOO. Sobre las mareas del 23F escribe lo siguiente: Los únicos que no han respirado hasta la fecha son los grandes sindicatos, seguramente ensimismados en sus rutinas de congresos y negociaciones con la CEOE y gobierno mientras la historia circula por otro lado. Deberían de convocar también, aunque sólo sea por acompañar a sus afiliados. Como siempre, Agustín tiene razón. Secretario de Acción Sindical de CCOO entre 1977 y 1996; y profesor de Secundaria en un instituto de Vallecas en la actualidad, Agustín Moreno siempre ha tenido la virtud de opinar en libertad. En conciencia y en coherencia con sus principios. Sin duda, ha sido y es uno de los sindicalistas más honestos que he conocido.

Todo es común, compañeros.

Pedro Luna Antúnez.

domingo, 3 de febrero de 2013

Perspectivas lampedusianas

Artículo publicado en Malasaña en pruebas.

Realicemos un somero repaso a un periodo de la atribulada historia de nuestro país. La primera restauración borbónica desembocó en una dictadura; la del general Miguel Primo de Rivera entre 1923 y 1930. En enero de 1930, temeroso del malestar social en las calles y de que el desprestigio de las instituciones alcanzará a la Corona, Alfonso XIII puso fin a una dictadura que él mismo había promovido años atrás. Para restablecer cierto orden constitucional el Borbón propuso al general Berenguer la formación de un gobierno de concentración. O lo que es lo mismo; se pasó de una dictadura de corte tradicional a una dictablanda. El objetivo: salvar la monarquía.

Asistimos al fin de la segunda restauración borbónica. El sistema surgido del pacto constitucional de 1978 se consume entre heces de corrupción. El hedor es insoportable y el régimen parece haber tocado fondo. Pero como ocurrió en los primeros meses de 1930 ya se vislumbran en perspectiva maniobras para mantener a flote a la monarquía. Hace ochenta y tres años la izquierda actuó como dique de contención frente a la reacción. En agosto de 1930 varios partidos republicanos firmaron el Pacto de San Sebastián; sumándose en octubre el PSOE y el sindicato UGT, éste último con el firme propósito de convocar una huelga general que enviase a la monarquía a “los archivos de la historia”. El pacto fue el certificado de defunción de la monarquía al proclamarse seis meses después la segunda República.

¿Qué nos diferencia de 1930? Para empezar, la propia izquierda. Hoy la izquierda, si por izquierda entendemos al PSOE, es parte indisoluble del régimen monárquico. Pero no sólo el PSOE. Una Izquierda Unida obsesionada por las encuestas electorales olvida que las elecciones sólo son un medio. Que las elecciones sólo son un mal remedo de un sistema electoral profundamente antidemocrático y que se trata de una partida con las cartas marcadas. El fin es acabar con el sistema y avanzar hacia la República. Así lo entendió la izquierda en 1930; y así es necesario que lo entienda la izquierda actual. Hoy los sindicatos tampoco parece que estén por la labor de convocar una huelga general destituyente; una huelga que socave las estructuras de un régimen que se nutre de la precariedad laboral y de la miseria de amplios sectores de la población; y que ha sumido a seis millones de personas al pozo del desempleo.

En segundo lugar, falla la intelectualidad. En noviembre de 1930 Ortega y Gasset publicó El error Berenguer en las páginas de El Sol, un artículo que pasaría a la historia de España por su última frase: Delenda est Monarchia. Fue el canto del cisne de una intelectualidad hastiada con la monarquía. La generación de Manuel Azaña, Gregorio Marañón, Giner de los Ríos, Pérez de Ayala, Antonio Machado y el propio Ortega y Gasset, sirvió de contrapeso para desnivelar la balanza política. Para desterrar la monarquía y empujar a España hacia el progreso social y cultural. Sin embargo, hoy los intelectuales forman una corte de advenedizos al régimen. Si aparece alguna voz crítica, se le aparta. Se le margina.

A pesar de ello, hay que conservar el optimismo. El activismo en la calles de los movimientos sociales, de las plataformas de afectados por las hipotecas, de las mareas contra la privatización de los servicios públicos, y del cada vez más imprescindible 15M, auguran un nuevo republicanismo. Al otro lado de la orilla, el régimen. Con toda la artillería pesada disponible para bombardearnos. Nos dirán que hay que ventilar la democracia, que caminemos hacia un nuevo destino; unidos y al margen de ideologías. Por ejemplo, en un gobierno de concentración nacional donde quepamos todos. Nos hablarán de generosidad y del interés general del país. Incluso intentarán convencernos de que se trata de un cambio de régimen. Con un nuevo heredero a la Corona. Será el nuevo acto lampedusiano de nuestra historia: algo debe cambiar para que todo siga igual.

Pedro Luna Antúnez.